Me regaló unas bragas como una manera
de prometerme amor eterno.
Antes de entregármelas las roció
con sendas densas vaporizaciones de perfume embriagador.
Yo no había visto apretar así un
pulverizador desde cuando era médico y atizaba trinisprays empíricamente a
diestro y a siniestro en medio de la meseta castellana.
Pero algo pasó dentro de su
cabeza y no quiso a volver a verme nunca más. Qué carajo fue no lo sé.
Como sabía que uno de los mayores
errores que podía cometer era suplicarle una nueva cita o que volviera conmigo,
le supliqué que me dijera de qué perfume se trataba para recordarla así para
siempre.
Tampoco satisfizo este
requerimiento.
Así que un día me presenté en la
perfumería y le dije a la dependienta que tenía un problema porque había olido
un perfume pero no sabía cuál era.
Pensé en esas situaciones medio
ridículas cuando no te sale una canción y se la cantas a alguien o a una
aplicación para ver si ésta se te revela de alguna manera.
La dependienta en un gesto de
buena voluntad y de claro compromiso con mi desamor me fue ofreciendo a oler
una gran batería de perfumes, pero no dábamos con él.
Claramente, sólo quedaba una
opción.
Yo tenía mucho miedo porque entre
tantas idas y venidas las bragas estaban perdiendo el olor, y si no encontraba
pronto el perfume perdería lo último que de ella me quedaba.
No sabía si había en el mercado
restauradores de bragas perfumadas al igual que había restauradores de cuadros
o de capillas o de grabados antiguos. O restauradores de amor.
Yo ya no sabía si seguir
oliéndolas cada día, porque no conocía si la fragancia que aspiraba la
pituitaria se iba sustrayendo del tejido.
Había una parte minúscula y preciosa,
que era una pequeña pieza romboidal, que se proponía para alojar el justo y
diminuto sexo, y que guardaba, qué casualidad, la mayor parte del aroma.
Tampoco era extraño, porque el tejido restante estaba constituido por lo que se
conoce como “puntilla”, y el perfume, suponía yo, se dispersaba en la
discontinuidad. Sin embargo aquel rombo textil era un continuo donde la
fragancia podía campar a sus anchas como lo hacía la Cándida Albicans en un ph
adecuado.
Le ofrecí a la dependienta la
pieza dentro de un calcetín de verano, que supuse resguardaba mucho mejor el
aroma y el recuerdo que una impersonal e infinita bolsa de plástico del Pryca.
Se metió en un cuarto y yo pensé
que de la misma manera que no te ofrecen un diamante y te pones a medirle los
quilates a plena luz del día, no sacas esa pieza y te pones a olisquearla a la
vista de todo el mundo.
En un gesto íntimo me cerró la
puerta en las narices y no pude observar el glorioso momento de aquella tercera
persona interpuesta en aquella historia de amor (y ropa) interior.
Me dijo que aquel perfume estaba
descatalogado, como los libros. Yo la creí a medias, porque probablemente el
perfume era transoceánico, y es como si le pones a un reputado botánico europeo
una planta autóctona del Brasil, que no tiene ni puta idea.
Aquello me desarmó completamente.
Significaba el definitivo revés a la última de todas las cartas que tenía bajo
la manga. La partida había terminado.
Aunque en el amor pasa como en
política. Gramsci dijo en su teoría sobre la lucha por la hegemonía que la
partida siempre está abierta, que nunca termina. Que el adversario siempre
puede y debe contraatacar. Esperar, en definitiva, no era sino otra forma de
contraatacar.
Me volví a la casa y fui testigo
de la lenta defunción del olor braguil; tranquila, progresiva y sin grandes
sobresaltos, tal y como va matando cualquier cáncer.
En realidad me vino muy bien la
extinción del olor, pues percibí que paralela a ella mi sufrimiento y mi recuerdo
se esfumaban. El caso es que no era capaz de identificar cuál era la causa y
cuál el efecto. Pero qué más daba.
Después de mucho tiempo sin
pensar en ella, un día vi a una chica igual por detrás, y cuando la encaré me
di cuenta de que no era. Aquello revolvió todos los sentimientos que
hi(n)b(i)ernaban dentro de mí, y lo primero que hice fue correr a refugiarme,
como un niño inmaduro que se agarra a su peluche, en las bragas.
Me quedé de piedra cuando pude
dar cuenta de que desprendían de nuevo el mismo intenso aroma.
A partir de entonces, cada vez
que pensaba en ella iba a las bragas, y me deleitaba con el perfume. Un día
estaba ordenando la habitación y me las llevé a la napia como un gesto más
doméstico y rutinario que otra cosa, sin haber pensado previamente y de manera
romántica en ella… y observé que no olían a nada.
Quedé flipado con aquel fenómeno
de naturaleza química, pero pensé que igual que en mi cerebro se desencadenaba
el recuerdo de ella espontáneamente debido a vete tú a saber qué reacción
enzimática, por qué no debía suceder así en el caso de las bragas.
Comencé a comprobar que el
perfume de las bragas se estaba convirtiendo en el trasudado de mi sustancia
blanca, no sólo por este fenómeno sino porque lo utilizaba al mismo tiempo como
un fetiche que construía mis fantasías eróticas, con lo que en aquella pieza de
alta lencería convivían el estado gaseoso del perfume con el estado líquido de
otra cosa.
De esta manera, me di cuenta de
que con mi cerebro era capaz de regular la existencia y la intensidad del olor,
que no era otra cosa que un trasunto de mi recuerdo y creo que también de mi
amor.
Un día en una aglomeración invadí
el espacio vital de una chica que pasaba por la calle, y pude identificar el
perfume con un intervalo de confianza del 95%. La seguí, aunque no sabía si la
seguía a ella o al perfume.
El escenario que se abrió a
partir de ahí fue muy complicado. Yo debía procurar un acercamiento a ella
aunque no sabía bien con qué objetivo ni con qué metodología. Yo ya había
aprendido eso de que “no hay manera más segura de perder algo que necesitarlo”.
Yo lo que quería era que me
dijera el nombre de su perfume, pero comprendí que quizá preguntarle eso de
sopetón la iba a asustar, así que realicé una maniobra de aproximación con no
sé qué excusa pere-grima. Al final una cosa llevó a la otra y nos conocimos un
poco. El primer día que quedamos la llevé a una discoteca para tener que hablar
muy próximos en medio de la oscuridad y la estruendosa música, y así poder
olisquearla sin problemas. Aquella noche se había echado una dosis de carga, y
pude disfrutar doblemente del aroma.
Percibí que se abría una ventana
de oportunidad y le tiré la boca, con resultado efectivamente exitoso. Lo hice
básicamente para poder darle con posterioridad ese beso de lamerle el cuello y
el escote y rebañar toda la colonia con la lengua, que se me puso súper amarga.
Yo creo que esa noche me hace soplar la Guardia Civil y doy positivo.
Andando el tiempo nos hicimos medio
novios. El día que cumplimos un mes le regalé las bragas, que metí una cajita
muy mona con corazones para hacerlas pasar por nuevas. También mi enamoramiento
lo hacía pasar por nuevo, cuando ya me tenía todos pasos más vistos que el
tebeo.
Haciéndole entrega de las bragas
entendí cómo el amor ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Le hice entender lo que me
gustaban y me ponían esas braguitas para inducirla a que se las pusiera a
menudo.
Se las solía casi arrancar de
cuajo en medio de la pasión y acostumbraba a acercar mi nariz a la pieza
textil.
Un día sucedió que aunque
estábamos en ese momento tan íntimo, y con ellas en la mano, pensé en la dueña originaria
de las bragas, y de pronto comencé a sentir un fuerte e injustificable olor a
perfume proveniente de las mismas.
Desde aquel día, volví a
experimentar aquel fenómeno en el que no sabía si el olor provocaba el recuerdo
o viceversa.
Entendí entonces que los viejos
amores siempre vuelven. Siempre. Solamente hay que saber esperar.
Creo que de alguna manera se
percató, y desde entonces no dejaba que oliera las bragas así en seco, con
ellas en la mano, con la excusa de que le daba vergüenza y de que invadía su
intimidad.
Sólo me dejaba proceder con ellas
puestas en el momento de máxima excitación, con lo que aunque solía provocar el
olor del perfume con el recuerdo, aquello se mezclaba con el olor de las
secreciones de ella y hábil-MENTE lograba que en mi cabeza cobraran peso
aquellas dos mujeres por igual.
Por cierto, el perfume se llamaba
Pitanga. No Pi-tanga, porque ya digo que se trataba de unas bragas.
Pitanga.
Roberto Sánchez